sábado, 8 de abril de 2017

¡QUÉ RARO QUE ME LLAME FEDERICO!



Nada más lejano a los sentidos que la memoria, ni nada más cercano al espíritu que los recuerdos. La memoria te trae alguna voz, alguna borrosa imagen que desaparece rápido en el aire, y muchas lagunas que suelen ser confundidas con el olvido. Los recuerdos, sin embargo, tienen una forma definida que nuestra razón terminará por dominar, engañándose a sí misma para que el alma pueda sobrellevar los errores, que nos persiguen a veces con fiereza, y todo el daño ajeno o propio que hemos provocado.

Esta mañana recibí unas fotos de Bosnia, que le pedí a un amigo que anduvo conmigo aquellos años por allí, ya que estoy metido en una engorrosa faena literaria sobre aquella guerra. Venían acompañadas con unas escuetas letras que decían: Te mando las fotos de Bosnia; rebuscando he encontrado otras que son para ti.

Nada más ver la primera me he sorprendido, porque no recordaba el momento en que se tomó la fotografía. Debía ser cuando las rosas huían por los filos de las últimas curvas del aire. Nada de ese tiempo conseguía venirme a la memoria; ni un pequeñísimo recuerdo. Sin embargo, puedo acotar razones y circunstancias en función de lo que veo. En ella, en una nave de literas estamos Arcadio, pocos nombres tan literarios como éste; el Trosky, que sigue siendo un hombre que ama a los perros en los libros de Padura; y yo, que sujeto con mi mano izquierda un libro de poemas de la editorial austral, y que posiblemente me acompañara en mis días por la montaña. Ya no recordaba lo que leía en aquellos tiempos. Me ha parecido una foto muy literaria porque me escoltan esos nombres de libro y yo, que para no desentonar, llevo uno en las manos. La fotografía debió tomarse hace treinta y un años por los uniformes que vestimos; y el lugar debe de ser Candanchú en el Pirineo aragonés donde andábamos realizando unas prácticas en montaña.

He intentado adivinar qué libro era el que me acompañaba en aquel momento y me he acercado a mi pequeña biblioteca buscando volúmenes de aquellos tiempos; y he encontrado dos, uno de los cuales puede ser el que sostengo en la mano izquierda.

Aquel año, 1986, aparte de bucear medio asfixiado en el álgebra, de la que sólo me atraía su pasado árabe, el cálculo, alejado de mí en los volúmenes y en las formas, la física, que me atraía porque me acercaba a la concepción del mundo, la electrónica, que nunca entendí, la informática que andaba brotando de la nada, o los motores, tan alejados de la sonoridad de los versos, sé que lo dediqué a leer a los poetas de la generación del 27. Tuve la suerte de que en la biblioteca que había en la Academia de Zaragoza, donde se daba un continuo intercambio de volúmenes con aires de trapicheo, y que estaba muy cerquita de mi camareta, tenían prácticamente la obra completa de casi todos ellos. Allí leí a Emilio Prados, a Altolaguirre, me acogí a la realidad y el deseo de Cernuda como el que se acoge a asilo en sagrado, releí el canto de siempre de Alberti, recuperé la voz, a ti debida, de Salinas y me encontré con un Miguel Hernández, cabrero, por todos los montes por los que andaba, que se juntó con los del 27 por pura cercanía de estanterías bibliófilas. 

Yo había empezado, hacía mucho tiempo, como no podía ser de otra manera con Federico García Lorca, leyendo los poemas en los que ejerce de andaluz profesional, como alguna vez con retintineo lo llamó Borges. 

Durante mis días de oposiciones me había aprendido casi de memoria el Libro de Poemas, el Romancero Gitano y el Poema del Cante Jondo. Pero ese año en la Academia, descubrí al Lorca de Poeta en Nueva York, del Llanto y del Diván del Tamarit; y de su teatro redondo como sortijas; y abandoné, no sin desconsuelo, al andaluz profesional, para embarcarme en esa generación del 27 que sin abandonar la tradición, volteaba la poesía y sus formas para entregarnos ese otro don sin el cual no se entendería toda la obra poética del siglo XX. Una pena que yo llegara tarde a la celebración del centenario de Góngora en el Alfonso XIII.

Aquel tiempo fue el tiempo de mi gran enemistad con los Rosales; pero yo estaba muy equivocado y me sacó de mi error el enorme poeta que fue Félix Grande. ¿Sabes, Luis, que murió hace tiempo Ramón Ruiz Alonso?; y Luis Rosales le contesta: "Pobrecito".

Ramón Ruiz Alonso, Juan Trescastro y Federico Martín Lagos y, aparte, ese Juan Valdés Guzmán se dirigen a casa de los Rosales en Granada, a la casa encendida, donde puedo decir que no nos equivocamos en nada salvo en lo que más quería; sacan de ella al poeta y lo que ocurre luego es una historia conocida. Asesinado por el cielo, entre las formas que van hacia la sierpe y las formas que buscan el cristal.

Años después, los libros de ese poeta los encuentra un cadete en la biblioteca de la Academia donde estudia y se hace una foto con uno de ellos durante unas prácticas en montaña.

Una foto que no recuerda que se hizo y que le envía, pasados mil años, un amigo, de esos que son para siempre, aunque nunca se vean; y  treinta y un años más tarde, mira esa fotografía con agrado y se inventa todo cuanto sentía en ese momento.

Busca otras fotos de entonces y sigue inventando su pasado: ¡Qué raro que yo me llame Federico!; aunque aquello fue en un tiempo en que como Hemingway éramos muy jóvenes, muy pobres y muy felices.























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