domingo, 19 de marzo de 2017

EL OTRO, UN SUEÑO QUE ME TRAJO BORGES

Nunca he estado en Ginebra a orillas del Ródano, donde ocurren los más mágicos encuentros según me contó un viejo escritor argentino; pero sí puedo decir que nací y me crié junto a las marismas de otro río extraordinario que provoca, no menos prodigiosas citas que pueden desencajar a sus protagonistas tanto en el tiempo como en el espacio. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien.

Esta historia ocurrió, no hace mucho, en un mes de marzo. Siempre que viajo para pasar unos días a La Otra Banda de la Argónida, cada mañana, a primera hora, salgo a la playa con la excusa de pasear o de salir a correr; pero no es ése mi verdadero propósito, sino encontrarme con mi pasado, que fluye lento como las aguas del río que abren la desembocadura con el ritmo de las mareas y de los vientos.

Yo estaba sentado en el pretil del paseo marítimo, el día era claro y las brisas, suaves como las plumas de esas aves que los atardeceres cruzan el río buscando la seguridad de las marismas y la riqueza de su fango. Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la orilla un joven de unos dieciséis años anda jugando con un balón de fútbol. Lo he reconocido al instante, sé que cada tarde, que no tiene entrenamiento con el Rayo y hasta que la luz se va, aprovecha para hacer regates a las piedras y a las conchas, y lanzar balones al aire para aprender a pararlos cuando regresan de su viaje a la luna. Él también, si se fija en mí, pensará que lo raro es que nos parecemos, aunque usted es mucho mayor que yo. Yo hubiera preferido estar solo. pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil; y que él se diera cuenta de que yo pudiera sentirme incómodo con su presencia.

Ni se imagina que yo sé que el balón que está pateando se lo ha comprado a su amigo Juan Ramón, a quien jamás le gustó aquello del fútbol, y que nunca terminará de pagárselo. Tampoco se imagina que sé que anda tras una muchacha rubia con pinta de nibelunga, que está en su mismo curso, y que nunca será suya, aunque haya prometido llevarla a la posada de Thorgate, que queda río abajo a unas millas. Con el tiempo este desenlace, que en unos meses le será tan triste, le parecerá ameno.

Hace unos días cayó en sus manos, por primera vez, un libro de Borges, y ya ha leído el cuento El Otro; así que sabe que cualquier día, podemos cruzarnos por la playa.

El año que viene se decidirá  a coleccionar su propia biblioteca, ya ha anotado los libros que tenía el joven Borges en su casa del número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa: Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el Diccionario Latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Cajlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos. Él se conformará con el Absalon de Faulkner en pasta dura, las memorias de Neruda, El Libro de la Arena de Borges, El Viejo y el Mar de Hemingway, un Don Quijote en edición de José María Valverde, El Banquete de Platón y unas obras que ha llevado a su cuarto desde las estanterías del salón para hacerlas suyas con el simple derecho que da el continuo uso.

No quiero acercarme a él porque posiblemente me pregunte por su futuro, y no me creo con derecho a arrebatarle a sus dieciséis años la capacidad de dudar, de tomar decisiones, de acertar o de equivocarse. Además, temo que pudiera ensarzarse conmigo en mil reproches acerca de quién soy o de quién pude ser, porque he de decir que no todo lo hice bien; aunque en mi descargo también puedo argumentar que él en sus dieciséis años de vida tampoco ha sido un dechado de virtudes.

Él no sabe todavía que vivirá en muchas ciudades; que viajará a lugares a veces muy complicados, vestido de soldado, cosa que ni se imagina porque él quiere ser, mientras patea un balón en la playa, como su padre o como Joseph Conrad; seguro que también asentiría si le comento que rezará a un único Dios en catedrales católicas, en mezquitas, iglesias ortodoxas y maronitas y en algún valle recorrido por un río tan mágico como el que ahora tiene enfrente y que dio de beber agua de vida a Jesucristo. Me gustaría decirle que cuando tenga cincuenta años todavía se acordará del nombre de su primer perro, ese que lo está esperando en casa y que se lo matará dentro de unos meses un malnacido.

Me hubiera gustado poder advertirle que su padre y su madre pasarán por esas experiencias que acercan a las personas a la muerte durante cierto trecho, pero que no se preocupe porque los dos lo superarán; y me hubiera gustado contarle también que sus hermanas siguen siendo mejor que él en todo, cosa que le alegrará sobremanera cuando cumpla los cincuenta.

Mientras toca la pelota él solo ahí abajo junto a las olas, pienso en que todavía no sabe quién será la mujer de su vida, ni que tendrá un hijo nacido en un lugar mágico donde se cruzan tres hermosos ríos con sus tres valles, ni que seguirá teniendo un perro y que treinta y siete años más tarde un hombre que se parece mucho a él lo estará observando mientras juega al fútbol en la playa.

Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor.

De pronto, vi que el balón con el que jugaba llegaba hasta mí, y se lo devolví también con la pierna izquierda.


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