domingo, 23 de octubre de 2016

SARAMAGO, TOCQUEVILLE Y PLUTARCO; ¿QUÉ QUERRÁN DE MÍ?

Cada sentido mueve los resortes de nuestra conciencia de diferente manera, los olores y sabores son los que juegan con mayor fidelidad con el pasado y, sobre todo, con la infancia; el tacto está hecho para vivir en el presente del que nunca desea escapar, pues se disuelve como azúcar en los borrosos recuerdos del pretérito; el oído preserva voces y sonidos porque prefiere moverse como un pez por el futuro; y la vista está hecha para supurar la belleza, y no deja de componer en nuestra conciencia paisajes; para ella todo gira en torno a los paisajes; ya sea en el horizonte, en los retratos o en los bodegones que moldean cada fotograma que descomponen nuestra vida.

Incluso Alzado del Suelo lo que nos abruma es el paisaje porque lo que más hay en la tierra es paisaje. Paisaje ha sobrado siempre. Y es bien sabido que los paisajes mueren porque los matan no porque se suicidan.

En esa biblioteca escondida con más de 40.000 volúmenes, que regenta un viejo coronel, que bien pudiera apellidarse Buendía, pero se apellida Ibáñez, llevaba un tiempo viendo en la estantería BO-II-46 un libro de José Saramago que, por un motivo u otro, nunca antes se había cruzado en mi camino: Alzado del Suelo.

En ella el paisaje deja de ser protagonista y el latifundio se lo come todo con sus propias leyes, las leyes del latifundio son estrictas, lo mismo da para regular la propiedad de la bellota como la recogida de la leña. Saramago, fiel a su conciencia, narra con mano maestra, a través del pensamiento interior, la historia de tres generaciones de jornaleros, y también la historia social de un trocito de Portugal. Parecen sólo cosas de viejos pero son sólo cosas de gente cansada antes de que les llegue la vejez. Yo no sé de qué me habla, señor policía, mi vida no ha sido sino trabajar desde que nací, explica un tal Maltiempo; aunque es bien sabido que la injusticia no consigue convertir a aquellos a quienes oprime en seres bondadosos y justos con los que andan bajo su bota, si no Domingo Maltiempo no andaría siempre borracho, ni sería un maltratador, ni un mal hablado, ni trataría a sus hijos como animales; trabajo bruto, limpiar los campos y prepararlos para la siembra, trabajo de fuerza que no debe exigírsele a un niño. O le pinchaba el cuerpo con un bastón de contera como un chuzo, y cuanto más gritaba y lloraba el sobrino, más reía el desalmado.

El tiempo de la novela y de la Historia va horadando los surcos del latifundio; y esas revoluciones interiores del alma y exteriores del cuerpo, que barrieron el siglo XX con dolores ingratos para todo el mundo, se mueven retorciéndose como una serpiente y su presa en la hondonada de un arroyo de Monte Lavre, sin saber por qué tanta es la desgracia y el premio tan pequeño.

Ese tiempo Alzado del Suelo, va uniéndose a esa gran revolución que desde el principio de los tiempos con lentos pasos de cangrejo va igualando o desigualando a las personas; que, como Tocqueville escribe en su Democracia en América: yo no conozco más que dos maneras de hacer reinar la igualdad en el mundo político: hay que conceder derechos a cada ciudadano o no dárselos a nadie. La eterna lucha entre la libertad y la igualdad. El problema es que cuando ha ganado una de ellas ha perdido la justicia.

Esa fue en mi opinión la gran falla de aquellos países en los que la gran revolución social del siglo XX tuvo éxito, un éxito y una alegría inicial que acabó en drama, hambre, pobreza, gulags y muerte: El poder deja a los hombres en la igualdad de la pobreza y sin libertad, perdida en nombre de la igualdad, y continúa Tocqueville, cuando los ciudadanos son casi iguales todos se les hace difícil defender su independencia contra las agresiones del poder, que el tiempo vicia y, sin escape, lo convierte en corrupto. De ahí que la política no deba ser más que un estado transitorio en la vida de un hombre.

Saramago, apenas cuestiona en su novela la propiedad de la tierra, en manos de Norbertos, Adalbertos o Gilbertos; sino el estado de los súbditos en tiempos de Salazar; si viniera la libertad, y al fin la libertad no vino, ¿ha visto alguien la libertad?, ¿esa de que tanto se habla?, pero libertad no es mujer que ande por los caminos, no se sienta en una piedra esperando que la inviten a cenar o a dormir en nuestra cama el resto de la vida. Tocqueville, enemigo de las revoluciones y de la sangre, que mirando hacia atrás en el tiempo, parece que no han resuelto nada, véanse las desamortizaciones y las infinitas reformas agrarias que hicieron más ricos a los ricos o al poder y sus advenedizos políticos, y no hicieron más que traer dolor a los de siempre, apela a la Ley de Sucesiones para resolver el problema de la tierra, sin violencia ni tanta sangre derramada: estas leyes de sucesiones deberían ser colocadas a la cabeza de todas las instituciones políticas. Los bienes a la muerte del propietario no sólo cambian de dueño sino de naturaleza; se fraccionan sin cesar; si la ley de sucesión fuera por progenitura las extensiones territoriales no se dividirían; pero en el reparto por igual va dividiéndose hasta desaparecer.

Como vuelvo de vez en cuando a Plutarco y a sus Vidas Paralelas, porque creo que ya todo lo escribieron los clásicos, y los demás no hacemos más que plagiar sus palabras y convertir la biblioteca clásica en un mar de versiones homéricas en verso y prosa, me acerco a ese primer revolucionario, que trató de realizar la primera gran reforma agraria en Roma y entregar a la plebe parte del Ager Publicus, la tierra pública que pertenecía a Roma y de la que sólo la nobleza era beneficiaria, Tiberio Graco (163-133 a.c.):

Las fieras que discurren por los bosques de Italia tienen cada una sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por Italia sólo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más; sino que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen verdad sus caudillos cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra sus enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran número de romanos ninguno tiene ara, patria, ni sepulcro; sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio.

Tiberio fue derrotado, despedazado y su cuerpo arrojado al río Tiber, por intentar una revolución; y eso que era nieto ni más ni menos que de Escipión, el Africano, el hombre que derrotó a Aníbal, y salvó de la destrucción a Roma. Yo hubiera peleado aquella noche junto a Tiberio Graco en el monte Aventino; al fin y al cabo, soy un soldado y para eso están los soldados, para luchar por causas como la de Tiberio Graco.

Libertad o igualdad, he ahí el dilema; sabiendo que la igualdad absoluta no ha traído más que prisiones, dolor y muerte y la libertad absoluta no ha traído más que injusticia social.

He vuelto a leer este texto y creo que me he metido en un lío, tan sólo por leer a Saramago. Y a Tocqueville. Y a Plutarco. Esas bibliotecas escondidas, mi abuela Magdalena, mis padres y sus enciclopedias y un viejo profesor de Literatura tienen la culpa. Si yo sólo quería ser futbolista.


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